jueves, 26 de abril de 2007

MEMORIAS PERSONALES - Juliana Cardona

Crecí en el seno tranquilo de una familia común y corriente, en una casa grande, de un barrio tradicional de Medellín, un lugar como muchos de la ciudad, que el único peligro que representaba para mi era la congestionada 45 de doble vía por la que transitaban a velocidad de bólido los buses de Manrique que terminaban su recorrido en sitios desconocidos y de dudosa procedencia. Desde mi nacimiento hasta los 16 años, mi vida transcurrió en esta casa de 2 patios que mis papás rentaban como parqueadero a varios vecinos para generar algunos ingresos extra. La inmensa área de mi hogar, significó para mí lo que para muchos de los niños de la época significó la cuadra, la esquina, las canchas de barrio, y lo que para los de hoy significa el parque de la urbanización y el centro comercial; mi casa fue muñequero, pista de ciclismo, salón social y todo el espacio en que mi hermano, mis amiguitos y yo disfrutábamos juegos y piñatas. Este domicilio ubicado en la carrera 45 # 66-95 ya no es más que un lote cuyo propietario es el Municipio, donde funcionará no sé desde cuando una estación del tan sonado Metro plus.
El interior de mi casa, la imagen de mi madre horneándonos pan y galletas, el ruido de su máquina de coser - heredada de mi abuela - y las canciones de Leonardo Favio en la radio, aparecen a pesar de todo detenidas en mi memoria y en el tiempo. En días de colegio, se hacían temprano las tareas para poder ver en la tarde esos programas que nos enseñaban cosas y nos entretenían transmitidos por los 2 canales nacionales que le pertenecían a INRAVISIÓN, el canal 1 y 2 que posteriormente se convertiría con la imagen de un león en el canal A.

Después de algunos años, llegó por primera vez a mi casa el TV cable, con 4 canales internacionales, 2 de películas, 1 de deportes y otro de variedades, que se capturaban a través de una consola con botones parecida a un atari y conectada al televisor por un cable coaxial.Paralelamente, ya tenía yo unos 8 años cuando irrumpió en mi hogar una frecuencia radial que sería un boom para la época y que duraría aproximadamente 10 ó 12 años, Veracruz St. FM HJVJ 98.9 Mhz, y con ella mi fanatismo casi religioso por Gun’s n’ roses y Skid Row y todas esas bandas angloamericanas de guitarras estridentes, tatuajes y mechudos, que con sus canciones y videos comenzaron a configurar una especie de banda sonora de mi vida, que coincidían además con las clases de inglés de los sábados, hechos que me indujeron a coleccionar las canciones traducidas que publicaba El Colombiano cada viernes en su sección cultural.


Así, sin pensarlo estaba inserta en un mundo vertiginoso que más que ofrecer información, bombardeaba imágenes sin clasificar, sin ningún filtro. Los medios de comunicación poco a poco se fueron privatizando, y los hechos reseñados cada vez se fueron volviendo más fragmentados y parcializados. La publicidad comenzó a devorarse cada aspecto de la vida y del Libro Gordo de Petete comenzamos a consumir camisetas de Coca Cola, bolsos de Hello Kitty, cuadernos de Natalia París; inventamos paradigmas de comportamiento según MTV, surgieron tribus urbanas y sitios que segregan según el modus vivendi de cada cual. Mi adolescencia transcurrió, como la del resto del mundo, en un afán por diferenciarme, subjetivarme, individualizarme, resolver el asunto de mi identidad a través de lo que veía, vestía, leía, comía, escuchaba. Todo era una trasgresión a los padres, a lo establecido, al “sistema”, claro está bajo la orientación de los medios de comunicación que sometían nuestras propias rebeldías.

En este sentido, el concepto de la fiesta creo que también cambió radicalmente para ese entonces, estoy hablando de principios de los años 90 donde palabras como zafarrancho, pogo, beber, comenzaron a colarse en nuestras vidas. El descrédito del futuro y la negación a crecer fueron características siempre presentes, una corriente que tendía siempre a lo decadente, lo autodestructivo, la indiferencia y el hastío. Las utopías en las que creyeron nuestros padres no eran nuestras utopías, el querer cambiar el mundo y creer que todo podría ser mejor no era un lema de vida y el concepto de la lucha por las causas perdidas constituía un imaginario pasado y obsoleto. La violencia con la que habíamos crecido se convirtió en un anestésico, la finalidad de la guerra había cundido, ya nos habíamos acostumbrado a ella.

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